Uno de los nuestros

Juan Carlos Antón

Apenas han pasado dos años desde que vimos aquella foto de Jordi Cotrina en la que Rafael Nadal achicaba agua del interior de un taller mecánico en San Llorenç des Cardassar, tras unas feroces  inundaciones. No fue una operación de personal branding orquestada por su equipo de comunicación. De hecho, tiempo después, alguien de su entorno comentó que al deportista no le había entusiasmado que aquello se convirtiese en noticia cuando consideraba que sus manos -las mismas que han levantado ya los trofeos de veinte Grand Slams- sólo eran un par entre otras tantas.

Es una forma de entender la vida propia de un campeón con el que el pueblo se siente identificado y unido porque, más allá de los triunfos, siempre ha mostrado implicación cuando las nubes han asomado por el horizonte. En ese momento en el que todo se tambalea, las certezas se vuelven incógnitas y lo posible comienza a parecer inalcanzable, siempre hay un líder que recuerda a los demás el camino para volver a encontrar la luz. Y, en los últimos años, ese ha sido Rafa.

No tiene la aureola de majestad de Roger Federer, al cual conocí -hace ya algunos años- durante una fiesta de Moët & Chandon en la Embajada de Francia en Madrid. Sin embargo, todos en España nos sentimos cercanos al mallorquín: nos alegran sus éxitos y sufrimos sus derrotas como propias. Más aún, es alguien a quien queremos como si perteneciese a nuestra familia. Aparece en nuestro imaginario colectivo y particular como el hermano, primo, tío, cuñado, novio, marido, yerno o amigo que querríamos tener. Esa virtud- la de ser profeta en su tierra- es propia de los grandes.

Por eso es comprensible que en San Llorenç se hayan puesto de acuerdo, con lo poco frecuente que es el consenso en estos días, para nombrar al vástago de Sebastián Nadal y Ana María Parera hijo adoptivo de la localidad y poner su nombre en el callejero. Y tampoco me sorprendí cuando, después de volver a verle proclamarse campeón de Roland Garros sobre la arena de la Philippe Chratier, mientras sonaba el himno nacional, todos nos emocionábamos con él porque -en realidad- veíamos llorar de felicidad a uno de los nuestros.

 

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