La última gran lección de Rogers Waters en Madrid

Redacción

No es fácil ser Roger Waters: arrastrar un legado tan apabullante y excelso como el de Pink Floyd; erigirse como uno de los creadores más magnánimos, coreados y alabados de la música de siglo XX; ser el compositor e ideólogo de algunas de las piezas fundamentales que explican la historia del rock.

No. No es fácil ser Roger Waters, ni siquiera para Roger Waters. Entre el muro y el lado oscuro de la luna, Roger Waters emerge como una personalidad irrepetible, compleja, ególatra, pero al mismo tiempo es un ser humano con una sensibilidad exquisita, con esa mirada certera hacia los grandes dilemas de la humanidad: el poder, la locura, la aceptación social, la muerte.

En su paso por el WiZink Center de Madrid, la primera de sus paradas en la capital con motivo de su gira de despedida ‘This is not a drill’, dos noches de ‘sold out’, Roger Waters fue más Roger Waters que nunca.

Un maestro de ceremonias inagotable, un experto en el manejo escénico, un líder capaz de lanzar una ristra de consignas tan manidas como bienintencionadas: a veces pueriles, otras punzantes, casi siempre oportunas, que no oportunistas. Domina los mensajes, la pirotecnia, el sentido del espectáculo y la visualidad de un show multisensorial que embelesa. Deja boquiabierto hasta al más inerte.

¿Y dónde queda la música en todo este entramado? He ahí el gran secreto. «You reached for the secret too soon / you cried for the moon (descubriste el secreto demasiado pronto / lloraste por la luna)» que cantaba en ‘Shine On You Crazy Diamond’.

La música ha sido, es y será el gran eje de la franquicia Roger Waters, aunque él, en no pocas ocasiones, se empeñe en relegarla a un segundo plano en aras de otros objetivos -digamoslo así_ más políticos.

La música de Roger Waters, sus melodías, sus interludios instrumentales (desde la intro de bajo de ‘Money’ hasta los sonidos guturales de ‘Animals0), incluso sus peroratas en forma de letras que dominan el faraónico ‘The Wall’, conforman el núcleo central que sustenta su leyenda.
Que no es poco.

Desde los primeros compases del concierto, con ‘Comfortably Numb’, se hace evidente que estamos ante una noche que se clavará en la retina de los asistentes, de esos acontecimientos que marcan la biografía emocional.
‘Another Brick In The Wall’ golpea como un martillo. Waters sabe de qué va la vaina.

Su presencia en el escenario 360 situado en el centro del pabellón va cambiando. Primero a babor, luego a estribor, recorre la pasarela con el micro inalámbrico. Se sienta en el piano, coge la acústica, el bajo o la guitarra eléctrica para ir desplegando los clásicos de Pink Floyd, la banda que él fundó en 1965 junto al maltrecho Syd Barret, y también algunos temas suyos en solitario.

‘The Bar’, un tema compuesto durante la pandemia, suena especialmente emotivo. Se esfuerza en hablar algo de español con un sentido «muchas gracias», parlotea cuando le apetece, se explaya para hablarnos de los males dictatoriales del mundo (con fotos de expresidentes americanos incluidas) o para recordar, casi al final del concierto, a su hermano mayor, fallecido hace unos años.

En la inmensa pantalla de cuatro caras que se eleva sobre el escenario se vislumbra el lado más humano de la divinidad cuando la cámara hace primeros planos. Sus dedos temblorosos apenas aciertan a pasar las hojas del atril, su voz arenosa necesita de botellas de agua de litro y medio para mantenerse fresca.

Su rostro ajado y su poblado pelo canoso, propios de un anciano que está a punto de cumplir los 80 años, no son excusa sin embargo para que Waters se muestre enérgico sobre las tablas, levantando los brazos, gesticulando o disparando metralletas vestido de Pink, el personaje hilo conductor del célebre ‘The Wall’, sobre una escenografía de inspiración nazi. Aún así necesita de un interludio de 15 minutos para aguantar las casi tres horas que dura el espectáculo.

En la primera parte calienta motores con ‘Have a Cigar’, donde mantiene un nivel vocal envidiable. ‘Wish You Were Here’ seguida de ‘Shine On You Crazy Diamond’ desatan las pasiones de los más talluditos. Es difícil encontrar en el repertorio pinkflodyano dos piezas más conmovedoras. Brotan algunas espontáneas lágrimas sobre al albero del WiZink. En la primera, Waters tiene que cantarla en el registro grave (la voz le da sí, pero sin forzar), lo que otorga más solemnidad al asunto. En la segunda, evita recrearse en las memorables partes de guitarras que Gilmour aportó y deja que el protagonismo lo adquiera el saxofonista. El estribillo, apoyado por la luminotecnia y unos coros espectaculares, resuena como un coro celestial.

Acto seguido, sin casi dar tregua, la oveja inflable –marca de la casa– vaticina que nos encontramos ante el momento ‘Animals’, disco que Pink Floyd grabó en 1977 como una alegoría del Animal Farm de George Orwell. ‘Sheep’, la pieza elegida por Waters, suena igual de rabiosa, contundente y pletórica que antaño.

En la segunda parte, ‘The Wall’ domina la escena y la iconografía. Las guitarras adquieren protagonismo. ‘In The Flesh?’ o ‘Run Like Hell’, con el icónico cerdo volador sobre el escenario rebasan el voltaje. Pero el momento realmente sublime de la noche llega con los primeros compases de ‘Us And Them’. Etérea y atmosférica nos recuerda que nos adentramos en la fase ‘The Dark Side Of The Moon’, a día de hoy uno de los discos más vendidos de todos los tiempos cuyo legado e influencia sigue muy vigente a juzgar por los aplausos y vítores. ‘Money’, y la suite final del disco con ‘Brain Damage’ o la épica ‘Eclipse’ elevan el espíritu. Estamos ante una liturgia irrepetible.

Acompañado de una banda notable de músicos, Roger Waters demostró a su paso por Madrid que para ser una leyenda no basta solo con el repertorio.
Él posee algo que muy pocos músicos poseen: carisma, eternidad y un cierto punto de religiosidad para establecer una comunión casi mística con su público. No es fácil ser Roger Waters.

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