Pacific Grove es el noveno poemario de José Ramón Ayllón Guerrero, que regresa a la literatura tras unos años retirado del público pero sin haber abandonado nunca el germen humanista que acompaña la creación artística.
José Ramón Ayllón Guerrero (Zaragoza, 1953) es un reconocido escritor y su obra ha sido galardonada con premios tan importantes como el Accésit Premio Barro (1981), el Premio Juan Bernier (1992), el Premio Pepa Cantarero (2016), el Premio Miguel Labordeta (2016), el Premio Águila (2017) o el Premio Blas de Otero de Majadahonda (2020). Ahora en Pacific Grove (editorial Cuadernos del Laberinto) (I.S.B.N: 978-84-18997-96-9) ofrece un recorrido por el amor, la soledad, el sexo y la cultura de la costa oeste de EE.UU. Según Pepa Cantarero, Pacific Grove es un viaje por paisajes exteriores y luces de neón que alumbran ausencias y cicatrices pretéritas. El autor advierte que, «por lejos que viajemos, la travesía interior nos acecha tras los cristales rotos de una escuela y en todos los bares tristes de este mundo».
Pacific Grove es un viaje al Oeste, a esa tierra que para el niño que uno fue significa sumergirse en pantallas de cine, en libros o en epopeyas de los que perdieron sus orígenes. Gracias a los versos el propio camino es el protagonista. Hay un horizonte, encuentros, playas y el castillo sin muros que se habitan.
Ana Alcolea, en el prólogo, hace una síntesis perfecta al indicar que «Pacific Grove es la tierra primigenia, la América total, las minorías raciales, los puentes dorados, las líneas del horizonte dibujadas por los rascacielos, Salter, Pasolini, Neruda, Lorca, Whitman… Palabras que viajan en el tiempo y en el espacio hacia el oeste como tierra prometida, como el lugar donde se esconden la muerte y la vida. El oeste, Pacific Grove, donde tal vez también se camina hacia la soledad: Does anyone know the way to solitude?».
Los versos de José Ramón Ayllón Guerrero aproximan éxtasis y vacío. Son palabras desgarradas que muestran la amalgama que significa estar vivo y amar, que evidencian que un poema es una ruta sin mapa, una fotografía velada que hay que colorear, “como si el mundo fuera la secuencia de un tiempo detenido”.
Un libro totalmente recomendable para envolverse en la voz de un poeta que se puede catalogar como fundamental y que con Pacific Grove ciñe un territorio y una generación.
—Llega Pacific Grove a las librerías de toda España, su noveno poemario. ¿Qué va a encontrar el lector bajo este título, qué es Pacific Grove?
—Pacific Grove es una ciudad californiana en la bahía de Monterrey. El Pacific Grove libro es, en realidad, un viaje por el oeste de los Estados Unidos y es a su vez, como ocurre con todos los viajes, un viaje por el interior de mí mismo, en un intento, claro está, de que acabe proyectándose como viaje para todos los lectores y, si no es así, sí al menos para los de mi generación que, desde muy niños, nos vimos seducidos y abducidos por las películas americanas y por los gánsteres, los vaqueros y los indios que las poblaban que, al margen de aventura, venían a poner un poco de color a una España en blanco y negro. Posiblemente es también una reivindicación de la inocencia de la tierra y del paisaje, al margen de prejuicios ideológicos. Y es, una vez más, otra vuelta de tuerca a la memoria en unos tiempos que parecen empeñados en hacernos enfermos colectivos de alzhéimer, amnesia y desmemoria.
Dicho todo esto, creo que al final viene a ser siempre el lector el que está más capacitado para acabar explicando qué es un libro, más aún si hablamos de un libro de poemas, porque esa es una de las maravillas o del misterio y la grandeza de la poesía.
—El poemario se articula en torno a un viaje por EE.UU., como una road movie sentimental en donde la soledad y las relaciones ponen en evidencia el contraste de sociedades y culturas. ¿Cómo fue el germen y proceso de este original epicentro poético?
—Conocí Pacific Grove en el verano de 1995 en un viaje que hice a los EE.UU. para visitar a la familia del que hoy es mi marido. Por entonces, su madre vivía en Albuquerque (New Mexico), su hermano y su hermana en distintos lugares del estado de Colorado y su padre justo en Pacific Grove. Aquel verano supuso, pues, un largo y dilatado viaje por el oeste de los Estados Unidos. En sucesivas y sucesivas visitas, su madre y sus hermanos no solo se habían cambiado varias veces de casa, sino incluso de estado, mientras que su padre se mantuvo durante bastante tiempo viviendo en este Pacific Grove que nos ocupa. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que, sin salirme de un único núcleo familiar, pude vivir en primera persona ese fuerte contraste entre el modo de vida estadounidense, que tiene a bien guardar en el garaje las cajas preparadas ya para la siguiente mudanza, frente a ese otro sentimiento de raíz duradera y permanencia, personificado en mis padres, por ejemplo, que vivieron toda su vida en la misma casa de un pueblecito aragonés, que había sido ya la casa de mis abuelos y que sigue siendo la casa a la que acudo yo siempre que puedo.
Es evidente que hoy, y debido en parte a la globalización, empezamos a estar acostumbrados a un posible ir y venir de un sitio a otro sin tener tan presente un futuro próximo, pero para una persona nacida en los años cincuenta del pasado siglo, como es mi caso, la cuestión producía cuando menos un cierto asombro, o a mí me lo produjo. De rebote, Pacific Grove se convirtió, pues para mí, por puro azar, en una especie de ancla cada vez que viajaba a los Estados Unidos.
A partir de todo lo expuesto, necesité, no obstante, muchos viajes por ese país, y otros muchos más por distintos países, para decidirme a abordar el mítico oeste americano, el de las películas, como núcleo temático de un libro de poemas que, de hecho, no tomó cuerpo hasta el 2016-2017.
En ese momento, sumé al proyecto el hándicap de intentar salir de lo que llamaríamos mi zona de confort, es decir, de una forma de expresión apoyada más en la lírica, el impresionismo y la sugerencia de las imágenes, para proyectarme más en un digamos, para entendernos, modo anglosajón, que atesora una importante corriente mucho más narrativo-descriptiva y que, en mi opinión, guardaría quizá una mayor coherencia con el eje temático del libro. Y tengo que admitir que me sentí inseguro durante el proceso creativo y tentado muchas veces de abandonar el proyecto, aunque a posteriori deba reconocer que me sirvió para abrirme nuevos caminos. Sin ir más lejos, dudo que sin este libro hubiera sido capaz de escribir las dos novelas que tengo publicadas ni mi posterior poemario sería lo que es.
El libro que ahora ve la luz viene a ser, pues, la suma de todas estas cosas. Y, evidentemente, el punto de partida tenía que ser sí o sí Pacific Grove y de ahí el título.
—Efectivamente el libro toma la ambientación de EE.UU., pero, ¿cree que estos parajes se podrían extrapolar al resto del mundo o ese país tiene unas peculiaridades que hacen única la visión poética?
—Para empezar, y enlazo con algo que ya hemos comentado, Estados Unidos, como ningún otro país del mundo, forma parte, para bien o para mal, del imaginario colectivo. No solo su cine y, en consecuencia, el paisaje de sus parques o de sus ciudades, sino su música, su pintura, sus grafitis, esos malls precursores de nuestros grandes centros comerciales, o la simple forma de vida cotidiana rubricada por Nike o Coca Cola, por poner dos ejemplos, forman parte de nuestra educación y de nuestro crecimiento.
Luego, curiosamente, te encuentras con que viajar por ese país es exactamente como lo hemos vivido en las películas: tira millas y millas escuchando música country, pudiéndote encontrar con carteles de personas desaparecidas que se buscan o con señales de circulación molidas a balazos o con carreteras de kilómetros y kilómetros sin cruzarte con nadie -ni siquiera una gasolinera- hasta el punto de poder parar el coche y tumbarte en medio del asfalto para hacerte una foto. Y, por supuesto, vas a encontrar todo lo que quieras buscar, pero a lo grande. Es un país enorme -no olvidemos que España cabe en Texas o que un parque como Yellowstone tiene más extensión que la provincia de Zamora, por ejemplo-, pero también de enormes contrastes paisajísticos y de grandes contradicciones. En mi opinión, viajar a New York, San Francisco o Los Ángeles no es viajar propiamente a los Estados Unidos, pero a su vez sales de esos grandes núcleos urbanos multiculturales y andas ya zambullido totalmente en la América profunda, desde donde no te resulta difícil entender el triunfo del trumpismo.
Ya todos estos aspectos son suficientes como para dotarlo, como dices, de unas peculiaridades que conforman una única visión poética. Si además proyectas todo eso ante los ojos de una persona que, como yo, creció en un pequeño pueblo español durante la dictadura, que se convirtió en un adolescente curioso que ni en el mejor de sus sueños contemplaba la idea de poder recorrer el mundo -mis padres eran jornaleros y vendían carbón y mi primera beca de estudios fue contestada por un informe que alegaba que no tenía derecho a estudiar- y que se hizo adulto dando por buenos ya los logros alcanzados a base de tesón y esfuerzo, puedes acabar de cuadrar tu pregunta.
—También en Pacific Grove se encuentra amor y sexo, pero se podría decir que desde un punto de vista trágico, como una forma de alejarse de la soledad que todo ser humano lleva implícita. ¿Le ha costado reflejar estos sentimientos tan fuertes?
—El amor y el sexo forman parte importante de mi obra poética y diría que han sido una constante desde el momento en que decidí pasar de escribir para mí a escribir para ser leído, y creo haberlo tratado con múltiples matices que irían desde lo romántico a lo trágico. En ese aspecto, no es algo que me cueste especialmente. Sí es cierto, y una vez más enlazo con algo que ya comenté anteriormente, que en este caso concreto la cuestión o, dicho de otra forma, el reto era cómo enfocar una vez más esa temática saliéndome de esa lírica intimista, impresionista y hacia dentro, donde las metáforas y las imágenes te ayudan poderosamente, para abordarla de una forma para entendernos más prosaica que, a su vez, la hace quizá más descarnada.
—Salter, Pasolini, Neruda, Lorca, Whitman, Hopper, Rothko, Pollock… aparecen como sus referencias culturales. ¿Qué característica aglutinaría toda esta influencia, por qué les recomendaría?
—Los autores que acabas de citar, a los que podríamos añadir tantísimos otros, son también ya herencia colectiva y no creo que, a día de hoy, sea necesario recomendarlos. De todos ellos, Salter fue para mí un descubrimiento tardío y lo acababa de leer justo antes de iniciar Pacific Grove y es por eso que lo cito en un poema al comienzo del libro; y destacaría luego quizá a Pasolini, en sus múltiples facetas, porque es un personaje que me ha acompañado siempre a un nivel muy íntimo. Creo que fue y sigue siendo una figura clave del pensamiento y la cultura europea por su lucidez y su capacidad para abordar de forma brillante tan dispares formas de expresión y tantos géneros. Pero podríamos mencionar también a músicos o fotógrafos o coreógrafos o dramaturgos. En definitiva, cada uno de nosotros vamos cargando nuestra mochila con distintos nombres que, quieras o no, supongo se cuelan luego de una forma u otra en nuestra obra.
En mi caso, siempre he estado muy abierto y me he acercado con inagotable curiosidad a cualquier forma de expresión artística y es algo que sigo haciendo. Curiosamente, quizá hoy no leo tanto y todavía menos poesía, pero no solo porque haya leído mucho en el pasado, sino porque tengo la manía de evitar leer cuando ando a mi vez intentando escribir. Por el contrario, sigo viendo mucho cine y mucha danza o escuchando mucha música o devorando exposiciones. Encuentro que son cosas que no solo me siguen alimentando a nivel personal, sino que me suponen estímulos continuos de cara a la creación literaria.
—¿Por qué en poesía cuesta tanto diferenciar el yo-real del yo- ficción? Los lectores dan por hecho que un poemario es una confesión.
—¿Será quizá porque la poesía tiene ya en sí misma ese tono de intimidad? Sea o no un artificio, un poema tiene que respirar verdad por los cuatro costados porque de lo contrario no te lo crees y difícilmente puede emocionar. Personalmente, no obstante, debo admitir que mi poesía sí es muy confesional y, de hecho, he acuñado ya repetidas veces en otras entrevistas que diría que practico la pornografía emocional. En ese sentido, mi poemario anterior, por ejemplo, Arrecife de sombras, viene a ser casi un álbum de fotos.
Admiro a los poetas capaces de escribir hasta por encargo o capaces de trabajar sobre cualquier tema aun cuando, en principio, esté alejado de su emoción más íntima. A mí me resultaría muy difícil.
—¿Qué ingredientes debe tener un buen poema?
—¿Y qué es un buen poema o quién tiene todas las herramientas para certificar que un determinado poema lo es? Al final, creo que estamos hablando de conectar o no con otras sensibilidades y es un absoluto misterio por qué un poema consigue o no conmover al lector que es, en definitiva, el que acaba dotándolo de significado, más allá de nosotros mismos y de nuestras pretensiones a la hora de escribirlo.
Con eso y todo, supongo que un buen poema sería aquel que logra armonizar fondo y forma y que, puestos a pedir, y como decía Juan Ramón Jiménez, logra navegar de principio a fin sin que le falte o le sobre un verso. ¡Y no hemos dicho nada!
—¿Cuáles son los motivos por los que siente usted la necesidad de escribir?
—Como no me considero muy original que digamos a la hora de abordar según qué cuestiones, diría lo que seguramente pueden decir muchos escritores y es que escribir me ha ayudado siempre no solo a conocerme y a crecer como persona, sino a dirimir muchas batallas interiores. La cabeza puede ser muy tramposa y lamentablemente nos dan herramientas desde muy pequeños para autoengañarnos y hasta para llegar a justificar a veces lo injustificable. En mi caso, el folio en blanco es siempre como un dedo acusador que no me permite hacerlo o, al menos, no me lo permite hacer con tanta facilidad.
Me recuerdo desde muy niño aficionado a la lectura y cómo los libros venían a ensanchar aquellos horizontes que, por aquel entonces, eran muy claustrofóbicos por el peso de la historia que nos tocó vivir. Supongo que dar el paso a la escritura fue una forma natural de ampliar ese querer abrir horizontes en busca de más luz.
—¿Qué libro se está leyendo y qué poemario recomendaría?
—Hablando hace nada de Pasolini y, curiosamente, el último libro que he leído ha sido Pasolini: el último profeta, de Miguel Dalmau. Lo recomiendo con entusiasmo, independientemente de que se conozca o no a Pasolini y de que despierte o no algún tipo de interés o admiración. Creo que es un libro enorme y que te puede atrapar como si estuvieras leyendo una novela en la que el protagonista sería él.
Si hablamos de poesía, recomendaría Antología propia, de Adolfo Burriel, que me parece un poeta exquisito y que sería una excelente opción para quien no lo conozca todavía.
Prótesis
Casi las diez y media de una lenta mañana de verano
y un niño adolescente minusválido,
valiéndose con brío de sus manos deformes,
se arrastra como un perro por la casa,
camino a la cocina. En la puerta del frigo,
que inútilmente abre en busca de comida,
un trozo de papel, escrito por su padre, le recuerda:
«Si te caes siete veces, levántate una más».
Las prótesis de plástico,
que le ayudan a andar dificultosamente,
siguen sucias junto a los calcetines
en el patio trasero desde ayer,
como dos cicatrices indoloras,
como las impecables chinchetas de colores
con que ha marcado el mapa colgado en la pared,
señalando ciudades que visitar un día,
a lomos de otra historia en que sus prótesis
sean blanco caballo sin barreras.
Al igual que su hermano de doce años,
su madre, mientras, duerme todavía
fantasías y sueños que nunca serán suyos,
y dos gatos pequeños juguetean
y se esconden traviesos entre la ropa sucia
que en desorden se apila en el pasillo.
Su padre lleva tiempo viviendo en otra casa.
Él no ha tenido tiempo, sin embargo,
de procesar la isla de abandono
que va deteriorando la luz de su sonrisa.
Derramado en el suelo, pacientemente espera.
El rastro de la vida, mientras tanto,
pasea con premura por la calle
un aleteo frágil de mosquitos y nubes,
de chavales como él que se zambullen
en la fiebre orbital de los primeros besos.
Monument Valley
El sol despierta impúdico huracán
de rojos encendidos y violentos granates
en la tersa epidermis de la tierra.
Las águilas conjuran con sus plumas al viento
la piel indescifrable de los indios
y sortean, livianas como nubes,
una erupción de flechas verticales.
Relinchan los caballos en el motor del coche.
Enmudece el silencio.
La soledad desgrana misteriosa
un torrente olvidado de cascos sin destino
y el requiebro senil de la madera,
horadando las sendas del pasado,
agujera los tímpanos del aire.
Miles de refugiados consagran invisibles
la sangre de otras guerras,
entumecen la paz de la mañana
con la plegaria muda que amplifican las rocas.
Un casquillo de bala perfora el neumático.